¿Han
visto ustedes cómo esperan los niños a los Reyes? No pueden aguantar ya la espera,
arden sus ojos y sus almas, pero su espera no es torturadora, sus miradas se
encienden, pero no vuelven vidriosos sus ojos. ¿Sabéis por qué? Porque los
niños nunca se preguntan si lo que vendrá el día de Reyes es hermoso o feo,
magnífico o terrible. Ellos saben que lo que viene es incuestionablemente
hermoso. Lo único que ignoran es qué clase de hermosura tendrá lo que va a
llegar.
La
suya es una esperanza gozosa porque es cierta. Los niños saben que son amados.
Sólo quieren saber cómo les expresarán este año su amor. Por eso los niños
viven en la alegría, mientras nosotros braceamos por ella. A los niños basta un
rayo de sol para alegrarles. Pero hace falta todo un sol entero —ha escrito
Goldvvitzer— para que el corazón helado de un adulto pueda deshelarse.
El
hombre no sabe esperar. Y espera, además, lo que no debe. Por eso no entendimos
a Dios cuando vino. Esperábamos ver en sus manos el poder y vimos la pobreza.
Esperábamos la cólera destructora de los enemigos y vino la gran misericordia.
Esperábamos misteriosas revelaciones y vino un pedacito de carne que, con
muchos esfuerzos, aprendió a decir papá y mamá. Y es que —ya veis qué loco—
Dios quería ser amado.
Y
sabía muy bien que los hombres no sabemos amar una cosa a menos que podamos
rodearla con los brazos. Y al Dios de los Ejércitos podíamos temerle. Al Dios
de los filósofos podíamos admirarle. Sólo le amaríamos si se hacía bebé.
Por
eso la Navidad es vértigo, desconcierto, exceso y desbordamiento. Por eso la
Navidad viene a quitarnos las caretas de importancia con las que, a lo largo de
la vida, nos hemos ido disfrazando. Viene a derretir los kilos de sebo y de
grasa con los que fuimos embadurnando y amortajando nuestra infancia.
Porque
—alleluia, alleluia!— la infancia es inmortal; al niño que fuimos puede
arrinconársele, amordazársele, cloroformizársele. Matarle, no. Y el niño que
hemos sido está aún ahí, dentro de nosotros, encerrado entre nuestros títulos y
tarjetas de crédito, amordazado por nuestra experiencia, pero vivo. No se
resigna a morir, grita, patalea dentro de nosotros.
Las esquirlas de amor que
aún, a veces, nos salen del alma son esos gritos y esos pataleos. Dostoievski
decía que «el hombre que guarda muchos recuerdos de su infancia, ése está salvado
para siempre». Y así es cómo nosotros estamos salvados en la medida en que la
Navidad pueda resucitar al chiquillo que fuimos.
Estos
son días para descubrir cuan locos estamos, para aprender que la experiencia es
sólo una señora que nos da un peine cuando ya estamos calvos, y que es mucho
mejor un pelo despeinado que un peine sin porqué ni para qué. Días para
descubrir que el agua vale más que los cheques, que un poeta es más útil que un
político, que un niño es más importante que un emperador, que la fe es la mejor
lotería, que un brasero y amor en torno a él debería cotizarse altísimo en
Bolsa.
Por
eso en esta Navidad... , en la que el
mundo tiembla de hambre y de guerra, de paro y bomba atómica, en esta tierra
nuestra que está casi olvidando ya el sabor de la esperanza, la Navidad y el
pequeño Dios vienen a despertarnos de tanto y tanto miedo y a enseñarnos a
mirar la vida con los ojos ardientes con los que hace años esperábamos a los
Magos.
A mí
me gustaría que el mundo volviera a ser una gran escuela, que estuviéramos aún
todos sentados en los viejos pupitres, que Dios fuera el maestro que escribe en
la pizarra el verbo «amar».
Y me
gusta repetirles a mis amigos aquella gran lección que daba un día Bernanos a
los niños de una escuela: «No olvidéis nunca que este mundo odioso se mantiene
en pie por la dulce complicidad —siempre combatida, siempre renaciente— de los
santos, de los poetas y de los niños. ¡Sed fieles a los santos! ¡Sed fieles a los
poetas! ¡Permaneced fieles a la infancia! ¡Y no os convirtáis nunca en personas
mayores!»
Porque,
si lográramos esas tres fidelidades, en el mundo sería siempre Navidad. Y la
alegría sería mucho más ancha y fuerte que los miedos.
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