Cuenta la leyenda que
al principio del mundo, cuando Dios decidió crear a la mujer, encontró que había
agotado todos los materiales sólidos en el hombre, y no tenía más de que
disponer.
Ante ese dilema y
después de una profunda meditación, hizo esto:
Tomó la redondez de la
luna, las suaves curvas de las olas, la tierna adhesión de la enredadera, el
trémulo movimiento de las hojas, la esbeltez de la palmera, el tinte delicado
de las flores, la amorosa mirada del ciervo, la alegría del sol y las gotas del
llanto de las nubes. También juntó la inconstancia del viento y la fidelidad del
perro, la timidez de la tórtola y la vanidad del pavo real, la suavidad de la
pluma de un cisne y la dureza del diamante, la dulzura de la paloma y la
crueldad del tigre, el ardor del fuego y la frialdad de la nieve.
Mezcló tan desiguales
ingredientes, formó a la mujer y se la dio al hombre.
Durante varios días Dios
observó al hombre, sin entender por qué lo veía triste, irritable, pensativo y
molesto.
Una tarde el hombre
llegó junto a Dios, con la mujer de la mano y le dijo:
—Señor, la criatura
que me diste me hace desdichado, quiere toda mi atención, nunca me deja solo,
charla incesantemente, llora sin motivo, parece que se divierte al hacerme
sufrir y vengo a devolvértela porque… ¡no puedo vivir con ella!
Dios aceptó, y tomó a
la mujer.
El hombre se marchó
solo. Por unos días estaba feliz, al fin sin la carga de aquella mujer a la que
no podía comprender; cazaba, corría alegre, y preparaba la cena. Dios lo
observaba con curiosidad.
De pronto, el cabo de
un tiempo, Dios vio que el hombre se estaba marchitando de tristeza; ya no se
veía feliz corriendo por el campo, apenas cazaba y comía la comida sin cocinarla
bien. El hombre estaba triste, callado, cansado, pensativo, como si echara de menos algo que le hacía falta.
Así pasaron los meses,
hasta que un día el hombre no pudo más, y volvió ante Dios. Venía con la mirada
triste, la cabeza gacha, los ojos perdidos en un profundo silencio de dolor. Al
llegar ante Dios el hombre cayó de rodillas y suplicándole le dijo:
—Señor, vengo a
pedirte que me devuelvas a la mujer, la verdad me hace mucha falta.
Dios le miró
sorprendido y le preguntó:
—Y ahora hijo mío, no
entiendo, primero te quejabas de que no podías vivir con ella, ¿cómo es que
quieres que te la devuelva?
—Sí, es cierto —dijo
el hombre—; pero lo que pasa es que ella cantaba y jugaba a mi lado; me miraba
con ternura y su mirada era una caricia, reía y su risa era música, era hermosa
a la vista y suave al tacto. Me cuidaba y protegía cuando lo necesitaba; me
daba dulzura, aunque me perseguía todo el tiempo; me hacía feliz, me
recompensaba con un beso y palabras dulces cuando traía la mejor caza. Ella me
daba cariño, me cuidaba cuando me enfermaba, y me regañaba si me excedía en algo,
para cuidar mi salud; me protegía y me mimaba, alegraba con su risa cristalina
la soledad de mis días.
Al final el hombre
agregó:
—Señor, me he dado
cuenta que la necesito, que...¡no puedo vivir sin ella!
—Ya veo —dijo Dios—,
ahora valoras sus cualidades, eso me alegra mucho. Está bien hijo mío, puedes
volver a tenerla, la he creado para ti, por lo tanto es tuya. Ahora bien, debes
mimarla y quererla, respetarla y cuidarla bien; porque si no lo haces corres el
riesgo de quedarte sin ella para siempre.
Anónimo
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