sábado, 23 de agosto de 2014

Cuento sobre el amor y la separación: ¡Y Dios creó a la mujer!

Cuenta la leyenda que al principio del mundo, cuando Dios decidió crear a la mujer, encontró que había agotado todos los materiales sólidos en el hombre, y no tenía más de que disponer.
Ante ese dilema y después de una profunda meditación, hizo esto:
Tomó la redondez de la luna, las suaves curvas de las olas, la tierna adhesión de la enredadera, el trémulo movimiento de las hojas, la esbeltez de la palmera, el tinte delicado de las flores, la amorosa mirada del ciervo, la alegría del sol y las gotas del llanto de las nubes. También juntó la inconstancia del viento y la fidelidad del perro, la timidez de la tórtola y la vanidad del pavo real, la suavidad de la pluma de un cisne y la dureza del diamante, la dulzura de la paloma y la crueldad del tigre, el ardor del fuego y la frialdad de la nieve.
Mezcló tan desiguales ingredientes, formó a la mujer y se la dio al hombre. 
Durante varios días Dios observó al hombre, sin entender por qué lo veía triste, irritable, pensativo y molesto.
Una tarde el hombre llegó junto a Dios, con la mujer de la mano y le dijo:
—Señor, la criatura que me diste me hace desdichado, quiere toda mi atención, nunca me deja solo, charla incesantemente, llora sin motivo, parece que se divierte al hacerme sufrir y vengo a devolvértela porque… ¡no puedo vivir con ella!
Dios aceptó, y tomó a la mujer.
El hombre se marchó solo. Por unos días estaba feliz, al fin sin la carga de aquella mujer a la que no podía comprender; cazaba, corría alegre, y preparaba la cena. Dios lo observaba con curiosidad.
De pronto, el cabo de un tiempo, Dios vio que el hombre se estaba marchitando de tristeza; ya no se veía feliz corriendo por el campo,  apenas cazaba y comía la comida sin cocinarla bien. El hombre estaba triste, callado, cansado, pensativo, como si echara de menos algo que le hacía falta.
Así pasaron los meses, hasta que un día el hombre no pudo más, y volvió ante Dios. Venía con la mirada triste, la cabeza gacha, los ojos perdidos en un profundo silencio de dolor. Al llegar ante Dios el hombre cayó de rodillas y suplicándole le dijo:
—Señor, vengo a pedirte que me devuelvas a la mujer, la verdad me hace mucha falta.
Dios le miró sorprendido y le preguntó:
—Y ahora hijo mío, no entiendo, primero te quejabas de que no podías vivir con ella, ¿cómo es que quieres que te la devuelva?
—Sí, es cierto —dijo el hombre—; pero lo que pasa es que ella cantaba y jugaba a mi lado; me miraba con ternura y su mirada era una caricia, reía y su risa era música, era hermosa a la vista y suave al tacto. Me cuidaba y protegía cuando lo necesitaba; me daba dulzura, aunque me perseguía todo el tiempo; me hacía feliz, me recompensaba con un beso y palabras dulces cuando traía la mejor caza. Ella me daba cariño, me cuidaba cuando me enfermaba, y me regañaba si me excedía en algo, para cuidar mi salud; me protegía y me mimaba, alegraba con su risa cristalina la soledad de mis días.
Al final el hombre agregó:
—Señor, me he dado cuenta que la necesito, que...¡no puedo vivir sin ella!
—Ya veo —dijo Dios—, ahora valoras sus cualidades, eso me alegra mucho. Está bien hijo mío, puedes volver a tenerla, la he creado para ti, por lo tanto es tuya. Ahora bien, debes mimarla y quererla, respetarla y cuidarla bien; porque si no lo haces corres el riesgo de quedarte sin ella para siempre.
Anónimo

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