Un día se supo que la isla
se hundiría. Todos prepararon sus barcos para partir, con excepción del amor,
que quería permanecer en su hogar hasta
el último instante.
Cuando la mayor parte de la isla estaba ya bajo el agua, el amor
decidió pedir ayuda.
En ese momento pasó la riqueza en
una imponente galera, y el amor le preguntó:
— Riqueza, ¿puedes ayudarme?
La riqueza le respondió: — No, lo lamento. Llevo mucho oro y mucha plata en mi barco. No hay forma de que quepas.
— Riqueza, ¿puedes ayudarme?
La riqueza le respondió: — No, lo lamento. Llevo mucho oro y mucha plata en mi barco. No hay forma de que quepas.
El amor se apresuró entonces a
pedirle ayuda a la vanidad, que navegaba en un yate muy fino y elegantemente
adornado: — Vanidad,
¿podrías ayudarme?
Y la vanidad
contestó: — Perdóname,
Amor, pero estás mojado y lleno de barro. No quisiera ensuciar mi lindo bote.
El amor vio a la tristeza:
—Tristeza,
¿puedo ir contigo?
—Oh... Amor, —replicó, —estoy tan
triste que prefiero estar sola.
La
felicidad también rechazó la petición, porque estaba tan feliz que no quiso
ocuparse de nada que interrumpiera la dicha que sentía.
De repente, el amor escuchó una
voz que lo llamaba: —Amor, ven,
acércate. Yo te llevo. El amor
estaba tan agitado, contento, y aliviado, que no se le ocurrió preguntar quién
lo había salvado.
Al llegar a tierra firme, el amor cayó en cuenta de su olvido y queriendo saber a quién agradecer, le preguntó a un anciano que contemplaba el océano: ¿Quién me ayudó?
—Fue el tiempo— afirmó la
sabiduría. — ¿El tiempo? —cuestionó incrédulo el amor — ¿Por qué?
Y la sabiduría aclaró: — Porque el tiempo es capaz de entender la grandeza del amor.
Y la sabiduría aclaró: — Porque el tiempo es capaz de entender la grandeza del amor.
Anónimo
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