Un
rey se enamoró locamente de una joven esclava y ordenó que la
trasladaran a palacio. Había proyectado desposarla y hacerla su mujer favorita.
Pero, de un modo misterioso, la joven cayó gravemente enferma el mismo día en
que puso sus pies en el palacio.
Su
estado fue empeorando progresivamente. Se le aplicaron todos los remedios conocidos,
pero sin ningún éxito. Y la pobre muchacha se debatía ahora entre la vida y la
muerte.
Desesperado,
el rey ofreció la mitad de su reino a quien fuera capaz de curarla. Pero nadie
intentaba curar una enfermedad a la que no habían encontrado remedio los
mejores médicos del reino.
Por
fin se presentó un curandero que pidió le dejaran ver a la joven a solas.
Después de hablar con ella durante una hora, se presentó ante el rey que
aguardaba ansioso su dictamen.
—Majestad»,
dijo el curandero —la
verdad es que tengo un remedio infalible para la muchacha. Y tan seguro estoy
de su eficacia que, si no tuviera éxito, estaría dispuesto a ser decapitado.
Ahora bien, el remedio que propongo se ha de ver que es sumamente doloroso...,
pero no para la muchacha, sino para vos, Majestad.
—Di
qué remedio es ése —gritó
el rey, — y le será aplicado, cueste lo
que cueste.
El
curandero miró compasivamente al rey y le dijo: —La
muchacha está enamorada de uno de vuestros criados. Dadle vuestro permiso para
casarse con él y sanará inmediatamente.
¡Pobre
rey...!
Deseaba
demasiado a la muchacha para dejarla marchar.
Pero
la amaba demasiado para dejarla morir.
Anthony
de Mello
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