De joven yo era un revolucionario y mi
oración era decir a Dios:
“Señor, dame la fuerza para cambiar el mundo”.
A medida
que fui haciéndome adulto y caí en la cuenta que me había pasado media vida sin
poder cambiar una sola alma, transformé mi oración y comencé a decir:
“Señor,
dame la gracia de transformar a cuantos entran en contacto conmigo. Aunque
sólo sea mi familia y mis amigos. Con eso me doy por satisfecho”.
Ahora que soy viejo, y tengo los días
contados me he dado cuenta lo estúpido que yo he sido. Mi única oración es la
siguiente:
“Señor, dame la gracia de cambiarme a mí mismo”.
Si hubiera orado de
este modo desde el principio, no habría malgastado mi vida.
Anónimo
Anónimo
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